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El Sacerdocio
El sacerdote es testigo de las exigencias del Evangelio
(DE LAS CARTAS DE SAN JUAN EUDES, PRESBÍTERO. 1, 53: Oeuvres_Completes 10, 441-444.)
Carta a los sacerdotes del Seminario de Caen en la que relata una alocución del santo a la reina de Francia, en las Benedictinas de París, el 8 de febrero de l65l, en la fiesta del Corazón de María. Desempeño el oficio de embajador de Jesucristo.
La reina llegó al final de mi sermón; le dije muchas cosas a propósito del incendio que quemó una parte del palacio del Louvre. Empecé a hablarle así:
«No tengo, señora, otra cosa qué decir a su majestad, sino suplicarle humildemente, ya que el Señor la ha traído a este lugar, que no olvide nunca la vigorosa predicación que Dios ha hecho a usted y al rey, con este incendio del Louvre. Usted está persuadida de que para los cristianos no hay cosas del azar, sino que todo sucede por la providencia y disposición de Dios. Este incendio nos enseña varias cosas:
Que los reyes pueden levantar palacios como el Louvre, pero que Dios les ordena dar alivio a sus súbditos, tener compasión de tantas viudas y huérfanos y de tantos pueblos oprimidos por la miseria.
Que les está permitido a príncipes y reyes disfrutar de algunas diversiones honestas; pero que emplear en ellas todos los días, y semanas y meses y años y toda la vida, no es seguir el camino que lleva al paraíso.
Que si el fuego temporal no perdonó la casa del rey, el fuego eterno tampoco perdonará a príncipes, ni princesas ni reyes ni reinas si no viven como cristianos, si no tienen piedad de sus vasallos, si no emplean su autoridad para destruir la tiranía del demonio y del pecado y para establecer el reino de Dios en el corazón de sus súbditos.»
Añadí que al decir estas cosas no buscaba otro interés que el de mi Señor y mi Dios, y el de la salvación de mi rey y de mi reina por quienes estaba listo a dar mil veces la vida.
Que era lamentable ver a los grandes de este mundo sitiados por una tropa de aduladores que los envenenan con sus elogios y los pierden, de modo que nadie les dice casi nunca la verdad.
Que los predicadores serían criminales ante Dios si mantuvieran cautiva la verdad en la injusticia, y que yo me consideraría digno de condenación si callara estas cosas a su majestad.
Finalmente le supliqué que recibiera estas palabras no como palabra de un hombre mezquino, miserable pecador, sino como palabras de Dios, ya que, por el lugar en que me encontraba y por ocupar el puesto de Dios, yo podía exclamar con san Pablo y con todos aquellos que tienen el honor de anunciar la santa palabra de Dios: Nosotros actuamos como enviado de Cristo (2Co 5, 20) para hacer llegar la palabra del Rey de reyes a una gran reina.
Esto fue, casi palabra por palabra, lo que le dije.
Os lo escribo para que vosotros y nuestros amigos conozcan la verdad.
Pido a Dios que os bendiga en todo y os dé la gracia de no buscar jamás nada distinto de agradarle, haciendo y diciendo lo que él pide de nosotros. la impureza, ni con engaño.
El sacerdote, partícipe del sacerdocio de Jesucristo
(DEL LIBRO DE SAN JUAN EUDES, PRESBÍTERO, «MEMORIAL DE LA VIDA ECLESIÁSTICA». 3, 10, 3: Oeuvres Completes 3, 189-192.) Si estamos revestidos del sacerdocio de Jesucristo estamos obligados a revestir su santidad.
Nuestro Señor Jesucristo nos asocia a su sacerdocio eterno y a sus más divinas cualidades con sus poderes y privilegios. Esto nos obliga a imitarlo en su santidad, a continuar su vida, sus ejercicios y las funciones sacerdotales. Y, para seguirlo en todo como nuestro modelo, consideremos lo que él es y hace: primero, en relación con su padre; segundo, con todos los hombres y especialmente con su Iglesia; y, en tercer lugar, consigo mismo.
Si miramos lo que Cristo es y realiza en relación con su Padre, vemos que existe totalmente para él y que el Padre es todo para Jesucristo. Sólo mira y ama a su Padre, como éste sólo a Cristo mira y ama. Todo el anhelo de Jesús es hacer conocer, adorar y amar a su Padre, y todo el designio del Padre es manifestar a Cristo a todos los hombres para que lo adoren y lo amen. Cristo es la complacencia, la gloria y el tesoro de su Padre, y toda la riqueza, el honor y el contento de Jesús son buscar la gloria de su Padre y cumplir su voluntad. Para este fin Cristo desempeñó, con disposiciones santas y divinas, las funciones sacerdotales.
De la misma manera el sacerdote es la propiedad de Dios, como Dios es su heredad. Así lo proclamó al entrar en la clericatura: El Señor es mi heredad y mi copa (Sal 15, 5). Por eso debe ser todo para Dios como Dios es todo para él. Debe dejarse poseer por Dios como su propiedad y no buscar en este mundo otra fortuna ni posesión fuera de Dios, que debe ser su único tesoro, al que debe entregar su corazón y sus afectos. Sobre todo pondrá cuidado en desempeñar santamente todas las funciones sacerdotales como el santo sacrificio del altar, el oficio divino, la administración de los sacramentos, la predicación de la palabra de Dios, etc.
Porque todas estas cosas son santas y divinas y deben realizarse de una manera que sea digna de Dios, de la excelencia de nuestro ministerio, de la santidad del sumo Sacerdote en cuya compañía las realizamos; digna, en fin, del precio infinito de su sangre, por el cual nos ha elevado a la dignidad sacerdotal y nos ha alcanzado la gracia para ejercer sus funciones.
Para saber lo que es y realiza Jesucristo en relación con los hombres basta echar una mirada sobre las cosas que hizo y padeció mientras estaba en la tierra.
Cada una de ellas es una voz que está pregonando: De esta manera amó Dios al mundo. De esta manera amó Jesús a la Iglesia. Así ha amado Cristo a los hombres.
Y al mismo tiempo estas voces nos dirán: Es así como se debe amar la Iglesia de Jesús. Así se debe trabajar por la salvación de las almas, así debemos realizarlo todo, sufrirlo todo, entregarlo todo, sacrificarlo todo, aun la sangre y la vida de un Dios, si las tuviéramos, para contribuir a la salvación de una sola alma: porque la más divina de las obras divinas es cooperar con Dios en la salvación de las almas.
Si, finalmente, consideramos lo que es y realiza Jesús en orden a sí mismo, vemos que no se contenta con ser el sumo Sacerdote: quiere tomar también la condición de víctima. Y al sentirse como hostia destinada a la muerte y al sacrificio por la gloria del Padre, sin cesar se anonada a sí mismo (Flp 2, 7). Toda su vida no es sino muerte continua a todas las cosas de este mundo y a su propia voluntad: He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 6, 38). Y su vida es un sacrificio continuado de cuanto hay en él para honrar a su Padre.
Por eso el que ha sido llamado a participar del sacerdocio de Jesucristo debe revestir, a ejemplo suyo, su condición de víctima.
El sacerdote, pastor según el corazón de Dios
(DEL LIBRO DE SAN JUAN EUDES, PRESBÍTERO, «MEMORIAL DE LA VIDA ECLESIÁSTICA». 1: Oeuvres Completes 3, 24-31.) El sacerdote debe estar siempre listo a dar su sangre y a sacrificar su vida.
¿Qué es un pastor según el corazón de Dios?
Es un verdadero padre del pueblo de Dios, con un corazón rebosante de amor paternal para sus hijos.
Ese amor lo impulsa a trabajar incansablemente para alimentarlos con el pan de la palabra y de los sacramentos, para que se revistan de Jesucristo y de su santo Espíritu, para enriquecerlos de todos los bienes posibles en lo que mira a su salvación y eternidad.
Es un evangelista y un apóstol, cuya principal ocupación es anunciar incesantemente, en público y en privado, con el ejemplo y la palabra, el Evangelio de Jesucristo, continuando en la tierra las funciones, la vida y las virtudes de los Apóstoles.
Es el esposo sagrado de la Iglesia de Jesucristo, tan encendido de amor por ella que todo su anhelo es embellecerla, adornarla, enriquecerla y hacerla digna del amor eterno del Esposo celestial e inmortal.
Es una antorcha que arde y brilla, colocada en el candelabro de la Iglesia. Ardiente ante Dios y brillante ante los hombres; ardiente por su amor a Dios y brillante por su amor al prójimo; ardiente ‘por su perfección interior, brillante por la santidad de su vida; ardiente por el fervor de su intercesión continua ante Dios en favor de su pueblo, brillante por la predicación de la divina palabra.
Un buen pastor es un salvador y un Jesucristo en la tierra. Ocupa el puesto de Jesús, representa su persona, está revestido de su autoridad, obra en su nombre, continúa su obra de redención del mundo. A imitación de Jesús, emplea su espíritu, su corazón, sus afectos, sus fuerzas, su tiempo, sus bienes ‘y, si es necesario, entrega su sangre y su vida para procurar, de todas las formas, la salvación de las almas que Dios le ha confiado.
Un buen pastor es la imagen viva de Jesucristo en este mundo. De Cristo vigilante, orante, predicador, catequista, trabajador, del que peregrinaba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea. Es la imagen de Cristo que sufre, agoniza y muere en sacrificio por la salvación de todos los hombres creados a su imagen y semejanza.
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