[vc_row][vc_column width=»1/2″][vc_single_image image=»1349″ img_size=»600×550″ alignment=»center»][vc_custom_heading text=»El sacerdote, pastor según el corazón de Dios» font_container=»tag:h2|font_size:18|text_align:left» google_fonts=»font_family:Open%20Sans%3A300%2C300italic%2Cregular%2Citalic%2C600%2C600italic%2C700%2C700italic%2C800%2C800italic|font_style:800%20bold%20regular%3A800%3Anormal» css=».vc_custom_1570066076448{margin-top: -15px !important;}»][vc_custom_heading text=»¿QUÉ ES UN PASTOR SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS?» font_container=»tag:h2|font_size:45|text_align:left» google_fonts=»font_family:Open%20Sans%3A300%2C300italic%2Cregular%2Citalic%2C600%2C600italic%2C700%2C700italic%2C800%2C800italic|font_style:800%20bold%20regular%3A800%3Anormal» css=».vc_custom_1570063091699{margin-top: -15px !important;}»][vc_column_text]

Es un verdadero padre del pueblo de Dios, con un corazón rebosante de amor paternal para sus hijos.

Ese amor lo impulsa a trabajar incansablemente para alimentarlos con el pan de la palabra y de los sacramentos, para que se revistan de Jesucristo y de su santo Espíritu, para enriquecerlos de todos los bienes posibles en lo que mira a su salvación y eternidad.

Es un evangelista y un apóstol, cuya principal ocupación es anunciar incesantemente, en público y en privado, con el ejemplo y la palabra, el Evangelio de Jesucristo.

Es el esposo sagrado de la Iglesia de Jesucristo, su anhelo es embellecerla, adornarla, enriquecerla y hacerla digna.

Es una antorcha que arde y brilla, colocada en el candelabro de la Iglesia.

Un buen pastor es un salvador y un Jesucristo en la tierra.

Es la imagen vida de Jesucristo en este mundo.

[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=»1/2″][vc_empty_space height=»40″][vc_custom_heading text=»EL SACERDOTE, PARTÍCIPE DEL SACERDOCIO DE JESUCRISTO» font_container=»tag:h2|font_size:18|text_align:center» google_fonts=»font_family:Open%20Sans%3A300%2C300italic%2Cregular%2Citalic%2C600%2C600italic%2C700%2C700italic%2C800%2C800italic|font_style:800%20bold%20regular%3A800%3Anormal» css=».vc_custom_1570063732715{margin-top: -15px !important;}»][vc_column_text]

Nuestro Señor Jesucristo nos asocia a su sacerdocio eterno y a sus más divinas cualidades con sus poderes y privilegios. Esto nos obliga a imitarlo en su santidad, a continuar su vida, sus ejercicios y las funciones sacerdotales. Y, para seguirlo en todo como nuestro modelo, consideremos lo que él es y hace: primero, en relación con su padre; segundo, con todos los hombres y especialmente con su Iglesia; y, en tercer lugar, consigo mismo.

Si miramos lo que Cristo es y realiza en relación con su Padre, vemos que existe totalmente para él y que el Padre es todo para Jesucristo. Sólo mira y ama a su Padre, como éste sólo a Cristo mira y ama. Todo el anhelo de Jesús es hacer conocer, adorar y amar a su Padre, y todo el designio del Padre es manifestar a Cristo a todos los hombres para que lo adoren y lo amen. Cristo es la complacencia, la gloria y el tesoro de su Padre, y toda la riqueza, el honor y el contento de Jesús son buscar la gloria de su Padre y cumplir su voluntad. Para este fin Cristo desempeñó, con disposiciones santas y divinas, las funciones sacerdotales.

De la misma manera el sacerdote es la propiedad de Dios, como Dios es su heredad. Así lo proclamó al entrar en la clericatura: El Señor es mi heredad y mi copa (Sal 15, 5). Por eso debe ser todo para Dios como Dios es todo para él. Debe dejarse poseer por Dios como su propiedad y no buscar en este mundo otra fortuna ni posesión fuera de Dios, que debe ser su único tesoro, al que debe entregar su corazón y sus afectos. Sobre todo pondrá cuidado en desempeñar santamente todas las funciones sacerdotales como el santo sacrificio del altar, el oficio divino, la administración de los sacramentos, la predicación de la palabra de Dios, etc.

Porque todas estas cosas son santas y divinas y deben realizarse de una manera que sea digna de Dios, de la excelencia de nuestro ministerio, de la santidad del sumo Sacerdote en cuya compañía las realizamos; digna, en fin, del precio infinito de su sangre, por el cual nos ha elevado a la dignidad sacerdotal y nos ha alcanzado la gracia para ejercer sus funciones.

Si, finalmente, consideramos lo que es y realiza Jesús en orden a sí mismo, vemos que no se contenta con ser el sumo Sacerdote: quiere tomar también la condición de víctima. Y al sentirse como hostia destinada a la muerte y al sacrificio por la gloria del Padre, sin cesar se anonada a sí mismo (Flp 2, 7). Toda su vida no es sino muerte continua a todas las cosas de este mundo y a su propia voluntad: He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 6, 38). Y su vida es un sacrificio continuado de cuanto hay en él para honrar a su Padre.

Por eso el que ha sido llamado a participar del sacerdocio de Jesucristo debe revestir, a ejemplo suyo, su condición de víctima.

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