La Evangelización

El Espíritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno y suscita al mismo tiempo en la Iglesia institutos, que reciben como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia.

Porque son sellados con una vocación especial los que, dotados de un carácter natural conveniente, idóneos por sus buenas dotes e ingenio, están dispuestos a emprender la obra misional, sean nativos del lugar o extranjeros: sacerdotes, religiosos o laicos. Enviados por la autoridad legítima, se dirigen con fe y obediencia a los que están lejos de Cristo, segregados para la obra a que han sido llamados (Cf. Act., 13,2), como ministros del Evangelio, «para que la oblación de los gentiles sea aceptada y santificada por el Espíritu Santo» (Rom. 15,16).

El hombre debe responder al llamamiento de Dios, de suerte que no asintiendo a la

carne ni a la sangre, se entregue totalmente a la obra del Evangelio. pero no puede dar esta respuesta, si no le mueve y fortalece el Espíritu Santo. El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que «se anonadó tomando la forma de siervo». Por eso debe estar dispuesto a permanecer durante toda su vida en la vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que poseía y a «hacerse todo a todos».

El que anuncia el Evangelio entre los gentiles dé a conocer con confianza el misterio

de Cristo, cuyo legado es, de suerte que se atreva a hablar de El como conviene, no

avergonzándose del escándalo de la cruz.

Siguiendo las huellas de su Maestro, manso y humilde de corazón, manifieste que su

yugo es suave y su carga ligera. Dé testimonio de su Señor con su vida enteramente

evangélica, con mucha paciencia, con longanimidad, con suavidad, con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre.

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